Cuando era pequeña, hay una historia que mis papás han repetido muchas veces: yo decía con total seguridad: “Cuando sea grande quiero ser maestra y tener 50 hijos; así abro mi propio colegio y todos van a estudiar allí.” No recuerdo haber dicho exactamente eso, pero sí recuerdo que desde muy pequeña soñaba con ser maestra. Acomodaba a mis muñecos en fila horizontal y les daba clases—ya fuera “del colegio” o de la escuelita bíblica—pero siempre era yo la maestra. También recuerdo haber querido una familia grande. Tal vez no cincuenta hijos, pero durante mucho tiempo pensé que cuatro hijos era una familia numerosa (crecí en la ciudad de Guatemala, donde la mayoría de familias tenían dos o tres). Más adelante “cambié de opinión” y pensé que con dos hijos bastaba. Lo que nunca cambió fue mi deseo de enseñar… y sigo haciéndolo, aunque fuera de un salón tradicional.
Hoy esa
historia volvió a mi mente sin planearlo. Estábamos en una reunión de familias
de acogimiento y adopción, y nos pidieron hacer un ejercicio: escribir una
historia en tres párrafos. Podía ser real o inventada, el tema era libre, pero
teníamos que detenernos al terminar el primer párrafo. Por alguna razón,
recordé esa anécdota de mi infancia y el deseo profundo de tener una familia
grande (y que, de una forma muy distinta a lo que imaginé, así fue). Entonces
decidí escribir sobre eso. El primer párrafo lo terminé rápido; ya sabía hacia
dónde quería dirigir la historia. Pero para mi sorpresa, al detenernos, nos
pidieron entregar nuestra historia a la persona que estaba a nuestro lado y
recibir otra para escribir el segundo párrafo. Estaba sentada con una pareja de
amigos que son como familia. Hemos compartido tantos años, alegrías, retos, nuestras
familias se conocen bien… que imaginé lo lindo que sería que cada uno
escribiera un párrafo de la historia del otro.
El reto no
fue fácil. Si solo eran tres párrafos, el primero debía introducir la historia,
el segundo darle el clímax y el tercero cerrar con una especie de “final
feliz”. No era parte de las instrucciones, pero así lo entendí, tratando de
“hacer justicia” a historias que no conocía. Dos cosas curiosas pasaron: la
primera, que ambas historias que recibí eran ficción, lo cual me dio libertad,
pero también la responsabilidad de hacerlas “bonitas”. La segunda, que jamás
pensé en mi propia historia. Creí que escribirían algo al azar o algo
simpático… y olvidé por completo lo mucho que me conocen, lo rápido que
identificarían que estaba hablando de mí. Cuando recibí de vuelta mi historia,
me sorprendí y me conmoví. El segundo párrafo lo escribió mi amigo —el papá— y
el tercero, mi amiga —la mamá—. Fue hermoso ver cómo contaron mi vida desde sus
ojos, cómo me ven “desde afuera”, y recordar que, aunque a veces crea que nadie
nota ciertas cosas, sí hay personas cercanas que ven, que entienden, que
conocen de dónde vengo y hacia dónde quiero caminar.
Aquí les dejo la foto de la historia y el texto
completo (por si la foto no es suficientemente clara), para que disfruten cómo
escriben mis amigos.
"Había una vez una niña que soñaba con tener una familia grande. Se preparaba para tener muchos hijos enseñándoles a sus juguetes, cuidando (ayudando a cuidar) a su hermana menor y a sus primos, ayudando a los maestros de la escuela dominical, y soñando con ser maestra para poder enseñarles de Dios a sus hijos.
Ella siempre muy soñadora, con ilusiones de la familia deseaba, aunque se empieza a dar cuenta de los retos que su deseo le llevaba a dudar.
La niña ahora es una mujer, que aun tiene el sueño de tener una gran familia. No es como lo soñaba de pequeña, es aun mejor porque Dios la ha bendecido con hijas, amigos, y una comunidad donde ella puede mostrar su amor, esta linda mujer es muy buena para los detalles y dar es su virtud."

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